No espero ya que nadie me lea. De ahí mi desesperación. Me he parado bajo la fuerte sombra de la soledad y he conocido otros como yo y de un modo extraño los amé. Uno dijo que me estrangularía y le creí hasta después del sexo cuando se levantó del lecho, a buscar algo en su mochila. Me agazapé bajo las sábanas, esperando ver relucir el puñal con el que me penetraría. Luego en una plaza cualquiera, en un lugar cualquiera, con chicos en patinetas cualesquiera, desdeñó un libro mío, cuyo poeta quedó corto de impresionarle. Y lo peor fue que le di la razón. Era obvio, al menos para nosotros, los agonizantes, los suicidas, los que esperamos un destello de algo en un coito, que la poesía tenía que ser un pretexto para seguir viviendo. Pero el libro no nos quitó las ganas de morirnos.
Me detestaba y yo secretamente a él también. Ese era nuestro amor. Me moría tanto de ganas de rasguñarle la cara como de que me penetrara violentamente. Quería lastimarlo y que me lastimara, ambos por igual. Sentir algo real o morir.
5/16/2013
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